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“Me he quedado con tu cara”: ¿por qué algunas personas nunca olvidan una cara?

El giro fusiforme, la amígdala, el hipocampo y la corteza temporal anterior forman parte de un circuito neuronal capaz de grabar una cara con una nitidez sorprendente

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“Me he quedado con tu cara”: ¿por qué algunas personas nunca olvidan una cara?

Por Pedro Gargantilla, director médico de Medicina Responsable

29 de diciembre de 2025

Los seres humanos tenemos una habilidad tan cotidiana que rara vez pensamos en su complejidad: la capacidad de reconocer un rostro. Basta tan solo una fracción de segundo para identificar a un amigo entre la multitud o advertir en un desconocido algo familiar que nos inquieta.  

Pero detrás de este acto hay una sinfonía neuronal extraordinariamente precisa. En un extremo del espectro están quienes padecen prosopagnosia, la incapacidad de reconocer caras, incluso las más cercanas. En el otro rincón, menos conocido y más fascinante, hallamos a quienes parecen estar dotados de un “radar” casi infalible: pueden recordar y reconocer rostros vistos fugazmente muchos años atrás.  

Un mapa cerebral para las caras

La ciencia ha identificado con precisión quirúrgica la región del cerebro encargada de procesar los rostros: el giro fusiforme, una estructura de la corteza temporal inferior. Desde finales de los años 90 algunos estudios -realizados con resonancia magnética funcional- demostraron que esta zona se activa de forma específica cuando observamos caras, mucho más que con cualquier otro objeto. Es lo que los neurocientíficos denominan área fusiforme facial.

Podríamos decir que el área fusiforme facial actúa como un “analista visual especializado”. Es capaz de descomponer el rostro en múltiples rasgos -la distancia entre los ojos, el contorno de la mandíbula o la curvatura de los labios- y construye una representación integrada en cuestión de milisegundos. No se trata de ver una nariz o unos ojos por separado, sino de percibir un conjunto con coherencia. Igual que sucede en una orquesta, cada instrumento tiene sentido solo en el conjunto.

Pero el reconocimiento facial no depende solo del giro fusiforme. La información viaja hacia otras regiones cerebrales: la corteza temporal anterior enlaza el rostro con datos semánticos (“es mi profesora de matemáticas”), el hipocampo lo archiva en la memoria a largo plazo y la amígdala añade el matiz emocional (agrado, desconfianza, miedo o simpatía). Cuando todo este circuito funciona a la perfección la imagen de una cara puede grabarse con una nitidez sorprendente.

Memoria facial extraordinaria

En los últimos 15 años la ciencia ha reconocido oficialmente una categoría especial de individuos: los superreconocedores. El término fue propuesto por los psicólogos Richard Russell y Ken Nakayama en 2009 tras comprobar que ciertas personas, sin entrenamiento previo, conservaban recuerdos faciales con una precisión insólita.

Un superreconocedor puede ver un rostro un par de veces -por ejemplo, en una cafetería o en una fotografía antigua- y reconocerlo años después entre cientos de personas. Su tasa de acierto en test estandarizados supera con creces la media poblacional, que ronda el 25% de reconocimiento fiable tras una exposición breve. En estas personas, que representan el 1-2% de la población, puede alcanzar cifras próximas al 85%.

Estas capacidades no siempre son ventajas triviales. La policía británica, por ejemplo, ha incorporado superreconocedores a sus equipos de identificación para revisar grabaciones de cámaras de seguridad. A pesar de todo, su talento no parece depender de una memoria general superior –no recuerdan necesariamente más detalles o hechos- sino de una sensibilidad específica a la configuración facial.

El peso de la emoción

Aún no existe una respuesta definitiva sobre si la capacidad de reconocer rostros proviene de la genética o del entrenamiento. Algunos estudios realizados con gemelos han mostrado una heredabilidad significativa, lo que sugiere que hay una base genética importante. Sin embargo, la experiencia también influye: los estudios de neuroplasticidad muestran que la práctica puede moldear la eficiencia del giro fusiforme.

Los expertos en seguridad aeroportuaria, por ejemplo, desarrollan con el tiempo un nivel intermedio de reconocimiento facial gracias a la exposición constante y al entrenamiento. La diferencia está en el punto de partida: un superreconocedor parece poseer un “hardware” más sensible, un entramado neuronal con mayor densidad de conexiones o una respuesta más sincronizada entre el giro fusiforme, el hipocampo y la amígdala. 

Ahora bien, la memoria no es una simple grabadora, es capaz de seleccionar, enfatizar y olvidar según la relevancia. Y una de las fuerzas que determinan esa relevancia es la emoción. Cuanto más intensa es la carga afectiva que asociamos a una cara más probable es que permanezca en nuestra memoria.

Un estudio clásico realizado en el University College London demostró que la amígdala y el hipocampo trabajan en tándem: cuando la amígdala detecta un estímulo emocional (una expresión de miedo, ternura o admiración) amplifica las señales hacia el hipocampo reforzando la consolidación del recuerdo. Por eso no olvidamos el rostro del primer amor, de aquel médico que nos dio una noticia crucial o de un agresor. En este sentido, la emoción actúa como un barniz indeleble sobre la memoria.

Memoria visual y neuroquímica

A nivel molecular recordar un rostro implica una cascada de cambios: incremento de la liberación de glutamato, activación de los receptores NMDA y consolidación sináptica mediada por proteínas como la CREB. Cuanto más duradera sea la potenciación sináptica más estable será el recuerdo.

Ciertas diferencias en neurotransmisores como la dopamina y la noradrenalina también pueden favorecer la atención sostenida y la motivación durante el reconocimiento, incrementando las oportunidades de almacenamiento. En ese sentido, la memoria facial no es solo visual, es química, emocional y atencional. 



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