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Salud, dolencias y la certificación del fallecimiento papal a través de la historia

Un viaje por la salud y el ocaso de los pontífices

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Salud, dolencias y la certificación del fallecimiento papal a través de la historia
Vatican News en X

Por Pedro Gargantilla, director médico de Medicina Responsable

21 de abril de 2025

La noticia resuena con un eco profundo en el corazón de millones de fieles y en los centros de poder mundial: el Papa Francisco ha fallecido. Más allá del impacto espiritual y geopolítico este evento ha desencadenado una serie de procedimientos médicos y canónicos meticulosamente establecidos a lo largo de la historia. Y es que la salud de los Papas, sus dolencias -a menudo ocultas tras los muros del Vaticano- y la certificación de su deceso son temas que entrelazan la medicina, la historia y la tradición de una de las instituciones más antiguas del mundo.

Desde los albores del papado la salud de los sucesores de San Pedro ha sido un asunto de interés, aunque la documentación sistemática es relativamente tardía. Los primeros Papas, mártires en su mayoría, sucumbieron a las persecuciones más que a enfermedades naturales registradas con detalle. Sin embargo, a medida que el poder temporal de la Iglesia crecía también lo hacía la atención prestada al bienestar físico de sus líderes.

Un lienzo de dolencias a lo largo de los siglos

Si pudiéramos retroceder en el tiempo y examinar los registros históricos, aunque a menudo fragmentados y teñidos de interpretaciones teológicas, encontraríamos un mosaico de dolencias que afligieron a los Papas. 

La longevidad, rara en épocas pasadas, hacía que muchos pontífices enfrentaran las enfermedades propias del envejecimiento. La gota, una dolencia inflamatoria causada por la acumulación de ácido úrico, afectó a varios Papas, recordándonos las dietas ricas de las cortes renacentistas. León X, por ejemplo, famoso por su mecenazgo artístico, padeció esta dolorosa afección.

Las infecciones, rampantes en un mundo con higiene y medicina rudimentarias, se cobraron innumerables vidas, incluyendo la de varios Papas. La malaria, endémica en las zonas pantanosas que rodeaban Roma, fue una amenaza constante. Las enfermedades respiratorias, desde simples resfriados hasta la temida tuberculosis, también dejaron su huella. Pío IX, el Papa más longevo hasta el siglo XX, sobrevivió a numerosas dolencias a lo largo de su extenso pontificado.

Con el avance de la medicina, los diagnósticos se volvieron más precisos. El siglo XX trajo consigo una mayor transparencia, aunque relativa, sobre la salud de los Papas. Pío XII enfrentó problemas gástricos y una salud declinante en sus últimos años. Juan XXIII murió de cáncer de estómago, una enfermedad que se conoció públicamente y Pablo VI lidió con una artrosis debilitante.

El siglo XXI: mayor transparencia y nuevos desafíos

El pontificado de Juan Pablo II marcó un hito en la visibilidad de la enfermedad papal. Su lucha contra el Parkinson, sus cirugías y sus hospitalizaciones fueron seguidas de cerca por los medios de comunicación de todo el mundo. Su vulnerabilidad física, lejos de disminuir su estatura moral, pareció acercarlo aún más a los fieles, mostrando la humanidad del Vicario de Cristo.

Benedicto XVI, al renunciar al pontificado en 2013, citó explícitamente su avanzada edad y la disminución de sus fuerzas como las razones principales de su histórica decisión. Su posterior vida como Papa emérito, aunque discreta, estuvo marcada por una salud delicada, falleciendo a la edad de 95 años.

El Papa Francisco, antes de su llegada al trono de Pedro, ya había experimentado problemas de salud, incluyendo la extirpación de parte de un pulmón en su juventud. A lo largo de su pontificado se enfrentó a achaques, desde ciática hasta problemas de rodilla que afectaron a su movilidad, pasando por su reciente ingreso por un grave problema respiratorio. 

El protocolo final: la certificación del fallecimiento

El fallecimiento de un Papa desencadena una serie de procedimientos meticulosos, tanto médicos como canónicos. Históricamente la certificación de la muerte era un proceso más empírico. Se recurría a la observación de signos vitales, la ausencia de respiración y pulso, y a veces, a pruebas más directas, como golpear suavemente la frente del Pontífice y llamarlo por su nombre tres veces, un ritual con raíces antiguas para confirmar la ausencia de vida.

Con el avance de la medicina moderna, la certificación del fallecimiento papal se basa en criterios científicos rigurosos. Un equipo médico, generalmente formado por los médicos personales del Papa y otros especialistas del Vaticano, es el encargado de examinar el cuerpo y certificar la muerte según los estándares médicos actuales, incluyendo la confirmación del cese irreversible de las funciones cerebrales, circulatorias y respiratorias.

Una vez certificada la muerte, se levanta un acta oficial. En ese momento el Camarlengo de la Santa Iglesia Romana tiene un papel crucial, ya que es el encargado de comunicar oficialmente el fallecimiento al Colegio Cardenalicio y al mundo.

En el último adiós al Papa Francisco se repetiría un guion escrito a lo largo de siglos, un testimonio de la continuidad de una institución milenaria que enfrenta la fragilidad de sus líderes con fe, tradición y los avances de la medicina. 



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