
Por Pedro Gargantilla, director médico de Medicina Responsable
24 de octubre de 2025Imagina por un instante que despiertas una mañana sintiéndote perfectamente bien. Acudes a tu chequeo médico anual y, tras una batería de pruebas sofisticadas, el médico te dice con cierto aire de gravedad: “Tenemos que hablar”. De pronto, tu vida cambia. Ya no eres una persona sana. Ahora eres un paciente con una enfermedad que requiere tratamiento inmediato, seguimiento constante y, probablemente, medicación de por vida. El problema es que esa enfermedad jamás te habría causado síntoma alguno ni hubiera acortado tu existencia.
Bienvenido al paradójico mundo sanitario del sobrediagnóstico, donde la medicina moderna, en su afán por salvarnos, está creando epidemias de enfermedades que nunca existieron.
Vivimos una contradicción desconcertante: nunca hemos gozado de mejor salud objetiva ni de mayor esperanza de vida, pero tampoco nos hemos sentido tan enfermos. Los hospitales están saturados, las listas de espera se alargan, el consumo de medicamentos bate récords año tras año, y cada vez más personas portan etiquetas diagnósticas que condicionan su vida cotidiana. ¿Cómo es posible que mientras mejoran todos los indicadores de salud pública, la sensación subjetiva de enfermedad se dispare?
La respuesta se encuentra en el sobrediagnóstico, un fenómeno que convierte a individuos sanos en pacientes al identificar enfermedades que nunca les causarían daño alguno. No hablamos de errores médicos ni de falsos positivos que finalmente se descartan. Hablamos de diagnósticos correctos, confirmados histológicamente, que cumplen todos los criterios clínicos establecidos, pero que corresponden a condiciones que jamás progresarán ni provocarán síntomas durante la vida de esa persona.
El sobrediagnóstico opera fundamentalmente mediante dos mecanismos que han transformado radicalmente nuestra percepción de la salud y la enfermedad. El primero es la sobredetección, consecuencia directa del desarrollo tecnológico médico. Las técnicas de imagen cada vez más sensibles -tomografías computarizadas de alta resolución, resonancias magnéticas potentes, ecografías tridimensionales- son capaces de detectar anormalidades minúsculas que en el pasado habrían permanecido ocultas toda la vida.
Estas lesiones han sido bautizadas como “incidentalomas” cuando se descubren casualmente, inician cascadas diagnósticas y terapéuticas que frecuentemente resultan más dañinas que la propia anomalía detectada.
El caso del cáncer de tiroides en Corea del Sur ilustra dramáticamente este problema. Entre 1999 y 2008 políticas gubernamentales activas de detección precoz multiplicaron la incidencia de este cáncer por más de diez, siendo el 95% tumores de baja agresividad. Sin embargo, la mortalidad por cáncer de tiroides no experimentó descenso alguno. El resultado: 30.000 tiroidectomías solo en 2011, con 3.000 pacientes desarrollando hipoparatiroidismo permanente y 600 que sufrieron disfonía, todos ellos tratados innecesariamente.
El segundo mecanismo es la sobredefinición de enfermedades, que consiste en expandir artificialmente los límites de lo patológico. Esto ocurre cuando se reducen los umbrales para diagnosticar factores de riesgo -como la prediabetes o la prehipertensión- convirtiendo a millones de personas con riesgo mínimo en candidatos a tratamiento farmacológico. También cuando se amplían las definiciones diagnósticas hasta incluir síntomas leves o experiencias vitales normales, transformando la tristeza pasajera en depresión mayor, la timidez en trastorno de ansiedad social, o la inquietud infantil en trastorno por déficit de atención e hiperactividad.
Este fenómeno se ha denominado en inglés disease mongering (tráfico de enfermedades) y responde, en ocasiones, a estrategias de mercado de la industria farmacéutica para ampliar sus beneficios. Como escribió la periodista Lynn Payer, pionera en describir este problema: “Convencer a gente sana de que está enferma y a gente levemente enferma de que está muy enferma es un gran negocio”.
Los programas de cribado o screening poblacional, diseñados con la loable intención de salvar vidas mediante la detección precoz, se han convertido paradójicamente en una de las principales fuentes de sobrediagnóstico. El cáncer de mama, próstata, tiroides, pulmón y melanoma son los más afectados por este fenómeno. Datos combinados de series de autopsias en personas fallecidas por otras causas revelan cifras sorprendentes: un 9% presenta carcinoma ductal in situ de mama, un 30% tiene cáncer de próstata histológicamente confirmado (43% en mayores de 80 años), y un 36% presenta carcinoma papilar de tiroides subclínico. Estas personas vivieron y murieron sin que esos "cánceres" les causaran problema alguno.
En el caso del cribado mamográfico, las cifras son inquietantes. Una revisión Cochrane exhaustiva sobre 600.000 mujeres concluyó que por cada 2.000 mujeres cribadas durante diez años, se beneficia una (evitando su muerte por cáncer de mama), pero diez son sobrediagnosticadas y tratadas innecesariamente. El sobrediagnóstico alcanza entre el 20% y 33% de los casos detectados. Estas mujeres se someten a cirugías, radioterapia, quimioterapia y terapia hormonal durante cinco años o más para tratar anormalidades que nunca les habrían causado enfermedad alguna.
Un estudio australiano cuantificó que en 2012 el 24% de los cánceres diagnosticados en hombres fueron sobrediagnósticos, incluyendo el 42% de los cánceres de próstata, el 42% de los renales, el 73% de los tiroideos y el 58% de los melanomas. En mujeres, el porcentaje fue del 18%, con cifras similares para tiroides (73%) y melanoma (54%). La conclusión es demoledora: cerca de 29.000 personas fueron diagnosticadas y tratadas por cánceres que nunca les habrían dañado.
El sobrediagnóstico no es un fenómeno inocuo ni una mera curiosidad estadística. Sus consecuencias trascienden lo puramente médico para afectar profundamente la vida de las personas, las familias y la sociedad.
A nivel individual, el daño comienza con el impacto psicológico de la etiqueta diagnóstica. Recibir un diagnóstico de cáncer, aunque sea en estadio precoz, genera miedo, ansiedad, depresión y estrés prolongado. Estudios han documentado tasas más elevadas de infarto de miocardio y suicidio en hombres durante el año siguiente al diagnóstico de cáncer de próstata. La persona diagnosticada deja de verse como sana para autopercibirse como enferma, con todo lo que ello implica para su identidad, autoestima y proyecto vital.