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El silencio que grita

Las cifras del ictus impresionan, pero su huella real va más allá del diagnóstico, cada paciente arrastra un cambio que a menudo pesa más en el alma que en el cuerpo

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El silencio que grita
Foto de Claudia Soraya en Unsplash

Por Pedro Gargantilla, director médico de Medicina Responsable

29 de octubre de 2025

Hay silencios que lo cambian todo. El silencio de un familiar que de pronto no puede articular una palabra. El silencio que se hace en una sala cuando un cuerpo empieza a caer, como si el tiempo se suspendiera antes de que alguien atine a reaccionar. Ese es el instante del ictus. Es el momento en que cada segundo se convierte en cerebro, en vida, en futuro.

En demasiadas ocasiones el ictus irrumpe sin aviso, desordena las rutinas, los proyectos, las risas familiares. Nos gusta pensar que la medicina, al final, trata de poner palabras al sufrimiento, y de devolverle al ser humano su capacidad de comprender y de actuar. En el caso del ictus eso significa reconocer los signos a tiempo y entender que lo urgente puede ser vital.

Cuando cada minuto cuenta

El ictus no avisa, pero sí habla, aunque en un lenguaje que hay que aprender a escuchar. De repente, un brazo que no responde, una sonrisa torcida, una palabra que se disuelve antes de salir. Son señales que deben tomarse como una sirena silenciosa. 

Muchos pacientes podrían salvar su vida o evitar secuelas si quienes están cerca reconocen esos síntomas y llaman de inmediato al servicio de emergencias. En medicina hablamos de la “hora de oro”: sesenta minutos que pueden separar la recuperación plena de una vida con dependencia. Y aunque son solo minutos en el reloj, en la biología del cerebro equivalen a millones de neuronas que se apagan. 

En España, el ictus es la primera causa de discapacidad adquirida en el adulto y la segunda de muerte. Cada año, más de 100.000 personas lo sufren. Pero detrás de las cifras hay rostros. Está Carmen, que aprendió de nuevo a escribir su nombre después de su infarto cerebral. Está Luis, profesor de historia, que volvió al aula a los tres meses con un bastón en la mano y una nueva gratitud por la segunda oportunidad que le dio la fisioterapia. Y también está Marta, que no llegó a tiempo, porque el desconocimiento retrasó la llamada.

Detectar un ictus es sencillo si se recuerda una regla: F-A-S-T, por sus siglas en inglés. Face (cara): ¿está torcida una mitad del rostro? Arm (brazo): ¿puede levantar ambos brazos? Speech (habla): ¿pronuncia frases extrañas o ininteligibles? Time (tiempo): cada minuto cuenta, llama a emergencias. 

Lo que realmente se rompe

Cuando un vaso del cerebro se obstruye o se rompe no solo se detiene la sangre. Se interrumpe un mapa de conexiones donde habitan la memoria, las emociones, la identidad. El ictus, en cierto modo, desdibuja el yo. Es frecuente que el paciente y su familia digan no es el mismo de antes. Y tienen toda la razón. Pero también hay una forma de renacer en ese proceso: aprender a reconstruirse, con paciencia, con ayuda, con ciencia.

En los hospitales vemos eso a diario. Detrás de cada rehabilitación hay lágrimas, frustraciones, pero también conquistas pequeñas y luminosas. El primer paso sin ayuda. La primera frase entendida. Un dibujo torpe hecho con el lado bueno, pero cargado de triunfo. La recuperación del ictus no es solo neurológica, es profundamente humana.

Prevenir es vivir mejor

Una parte del ictus es inevitable. Hay factores genéticos o vasculares que podemos apenas controlar. Pero la mayoría de los casos -hasta el 80% según algunos estudios-podrían evitarse. Eso no se repite lo suficiente. La prevención no depende solo de hospitales ni de tecnología, empieza en la cotidianidad. Comer de forma saludable, controlar la presión arterial, dejar de fumar, no abusar del alcohol, moverse un poco cada día. Prevenir un ictus es cuidar el cerebro del mañana en los gestos más simples de hoy.

Y hay algo más: escuchar al cuerpo. La tensión alta que se desatiende, el colesterol que se posterga, la arritmia que no molesta tanto. Son pequeños avisos a los que acostumbrarnos a decir “ya lo miraré”. Pero el cerebro no siempre espera. Una visita a tiempo al médico de cabecera puede significar años de vida independiente.

La revolución silenciosa de la neurociencia

A pesar del dolor que deja, esta enfermedad también ha impulsado una revolución en la ciencia del cerebro. Cada año comprendemos mejor cómo se reorganizan las conexiones neuronales tras un daño. La plasticidad cerebral -esa maravillosa capacidad del sistema nervioso para reaprender funciones perdidas- es una fuente de esperanza. Hoy podemos aspirar a que una persona que ayer no podía mover la mano vuelva a hacerlo, o que quien no lograba hablar recupere su voz con nuevas terapias. La tecnología, los robots de rehabilitación y las unidades de ictus coordinadas lo hacen posible.

Pero hay una parte que la tecnología nunca reemplazará: la calidez humana. La ternura del terapeuta que anima un movimiento torpe, la mirada cómplice del cuidador que celebra avances mínimos, la fortaleza de quien vuelve a creer en sí mismo.

El ictus es, en el fondo, una llamada de alerta a nuestra propia forma de vivir. Nos recuerda que el tiempo y el cuerpo no son eternos, que la prevención y la solidaridad son poderosas armas, y que la vida, con sus vulnerabilidades, merece ser cuidada con conciencia y ternura.



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