Por Luis del Val
27 de mayo de 2024A lo largo de la vida conocí a personas que estuvieron, de niños, en campos de concentración, en Alemania y Polonia. Y, también, a bastantes españoles que tenían entre ocho y veinte años, cuando estalló la guerra civil, en la que tuvieron que vivir su niñez, juventud o adolescencia.
Nunca observé en ellos síntomas de conducta alarmante, ni desviaciones mentales, ni atisbo alguno de padecimiento mental. Lo digo porque, en estas mismas páginas, se hace frecuente referencia a la mala salud mental de los niños, con porcentajes bastante alarmantes. Desde luego, la vida es dura, pero no lo es más que lo fue en la España del siglo XXI. No escribo estas reflexiones con ánimo vil de arrebatarles clientes a psiquiatras y psicólogos -que, por cierto, no dan abasto- sino a una cierta extrañeza, al observar que -en unas condiciones sociales y económicas que parecen bastante mejores que las de tiempos pasados- las dificultades naturales de la vida produzcan daños mentales, tan extensos y estrepitosos entre los niños.
A ver si resulta que no les hemos enseñado, desde que tienen uso de razón, a que en muchas ocasiones no podemos alcanzar lo que deseamos, y que eso nos entristece, y nos frustra, y no nos pone alegres, pero ello no significa que tengamos que pedir socorro, porque los obstáculos nos causen malestar, y eso sea el aperitivo de una depresión.
En el amor, en la familia, en la escuela y en la universidad, o en el trabajo, siempre podremos encontrar insatisfacciones, disgustos, desafectos, traiciones, engaños e incluso conductas malvadas que intentan perjudicarnos. Y eso no lo podemos evitar, diciendo “pupa, nene” y señalándonos la cabeza, porque no hay medicamentos que sanen, ni directores espirituales que puedan evitar la maldad, o la injusticia, o la limitación de nuestro talento, porque no siempre seremos el más listo de la clase, y habrá que acostumbrarse. A ser bajitos, o demasiado gordos, o excesivamente flacos, o simplemente feos. Y. con la inteligencia habitada en el cuerpo que nos han dado, tenemos que vivir. Y aguantar el fracaso, y la derrota, y las equivocaciones. Y quien no esté preparado para enfrentarse a esos inconvenientes es que no está preparado para la vida. Y, claro, habrá que ayudarle, pero si la tristeza o la frustración es la antesala de la depresión, es que no nos han entrenado para una algo tan simple y complicado como es vivir.