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La crucifixión de Jesucristo desde un punto de vista médico

Este análisis nos permite comprender la magnitud del sufrimiento padecido, la interacción de factores fisiológicos que llevaron a la muerte y el horror de este método de ejecución

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La crucifixión de Jesucristo desde un punto de vista médico
Fuente: Pexels (Alem Sánchez)

Por Pedro Gargantilla, director médico de Medicina Responsable

16 de abril de 2025

La crucifixión de Jesús no fue una muerte piadosa ni rápida. Fue un proceso lento y horriblemente doloroso diseñado para infligir el máximo sufrimiento físico y psicológico. Desde el sudor de sangre en Getsemaní hasta la lanzada final, cada etapa estuvo marcada por la tortura y la degradación. Analizar este evento a través de la lente de la historia de la medicina nos permite comprender la magnitud del sufrimiento padecido, la compleja interacción de factores fisiológicos que llevaron a la muerte y el horror de este método de ejecución romano.

Nuestra historia no comienza con los clavos, sino con la angustia previa. Los evangelios nos hablan de Jesús en el huerto de Getsemaní orando con tal intensidad que “su sudor era como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra” (Lucas 22:44). Este fenómeno, conocido médicamente como hematidrosis, es extremadamente raro y se asocia con un estrés psicológico extremo, combinado con agotamiento físico.

Bajo una presión psicológica límite los diminutos vasos sanguíneos que rodean las glándulas sudoríparas pueden romperse, permitiendo que la sangre se mezcle con el sudor. Es fácil imaginar la tortura mental de Jesús, anticipando la agonía que le esperaba, hasta el punto de que su propio cuerpo reaccionaba de esta manera tan inusual y dramática.

La flagelación: desgarrando la carne

Tras su arresto, Jesús fue sometido a la flagelación romana, un castigo brutal diseñado para debilitar severamente al condenado antes de la crucifixión, acelerando su muerte. El instrumento utilizado -el flagrum- consistía en un mango de madera con varias correas de cuero a las que a menudo se unían trozos de metal afilados o huesos. Los soldados romanos, entrenados para infligir el máximo dolor, azotaban la espalda, los glúteos y las piernas de la víctima.

Cada golpe del flagrum desgarraba la piel, los músculos y los tejidos subcutáneos. Las venas y arterias se rompían, provocando una pérdida considerable de sangre. La piel se laceraba en tiras, dejando al descubierto la carne viva. En casos severos, los golpes podían incluso alcanzar los huesos y dañar órganos internos.

Para Jesús, ya debilitado por la falta de sueño, el estrés extremo y la posible hematidrosis, la flagelación debió ser una experiencia horriblemente debilitante, llevándolo al borde del shock hipovolémico (una condición potencialmente mortal causada por la pérdida masiva de sangre).

El camino al Calvario: una carga humillante

Después de la brutal flagelación Jesús fue obligado a cargar el patibulum, el travesaño horizontal de la cruz, hasta el lugar de la ejecución, el Gólgota (que significa “lugar de la calavera”). Estimaciones actuales sugieren que el patibulum podría pesar entre 30 y 50 kilogramos. Para un hombre ya exhausto, maltratado y perdiendo sangre, cargar este peso durante una caminata, probablemente bajo el sol abrasador de Jerusalén debió ser una tortura adicional.

Los evangelios mencionan que Jesús cayó bajo el peso de la cruz y que Simón de Cirene fue obligado a ayudarlo. Esto sugiere el extremo agotamiento físico de Jesús. La caída pudo haber provocado más heridas, exacerbando su condición ya crítica. Cada paso en el camino al Calvario era una agonía, con el peso de la madera lacerando aún más su espalda destrozada.

La Crucifixión: clavos, dolor y asfixia 

Una vez en el Gólgota comenzó el acto final: la crucifixión propiamente dicha. Jesús fue despojado de sus ropas, exponiendo su cuerpo lacerado e hinchado. Los soldados romanos procedieron a clavar sus manos y pies a la cruz. Aunque el lugar exacto de la punción es debatido, la evidencia histórica y médica sugiere que los clavos probablemente se introdujeron a través de las muñecas (entre los huesos del carpo) y los tobillos, lugares capaces de soportar el peso del cuerpo y que lesionarían nervios importantes, causando un dolor insoportable.

La leyenda popular a menudo representa los clavos atravesando las palmas de las manos, pero esta zona no es lo suficientemente fuerte como para soportar el peso de un cuerpo suspendido.

Agujerear las muñecas lesionaría el nervio mediano, causando un dolor quemante e intenso que se irradiaría hacia el brazo. De manera similar, los clavos en los tobillos dañarían los nervios peroneo y tibial, generando un dolor agudo y punzante en las piernas y los pies.

Una vez clavado al patibulum, Jesús fue izado y fijado al stipes, el tronco vertical de la cruz. En este momento, el peso de su cuerpo entero recayó sobre las heridas de las manos y los pies. El dolor debió ser apremiante, una sinfonía de sensaciones punzantes, quemantes y desgarradoras que recorrían todo su cuerpo.

La posición en la cruz provocaba una serie de problemas fisiológicos letales. La gravedad tiraba del cuerpo hacia abajo, causando una dislocación de las articulaciones de los hombros y los codos. Los músculos se tensaban al máximo en un intento desesperado por sostener el peso, lo que llevaba a calambres musculares intensos y agotadores.

La respiración se volvía cada vez más difícil. Para exhalar, Jesús tenía que impulsarse hacia arriba con sus piernas, ejerciendo presión sobre las heridas de los pies y los tobillos, para aliviar la tensión en los músculos del pecho y permitir que los pulmones se expandieran. Este movimiento era extremadamente doloroso y requería una energía cada vez menor a medida que se debilitaba. Con el tiempo, la fatiga muscular y el dolor insoportable hacían que esta acción fuera casi imposible.

La consecuencia final era la asfixia. Al no poder exhalar completamente, el dióxido de carbono se acumulaba en la sangre, provocando una acidosis respiratoria. La falta de oxígeno causaba hipoxia, dañando los órganos vitales. La respiración se volvía superficial y jadeante, hasta que finalmente cesaba.

Además del dolor físico extremo y la dificultad para respirar, Jesús probablemente experimentó una sed intensa. La pérdida de sangre durante la flagelación y la sudoración causada por la exposición al sol y el esfuerzo físico habrían provocado una deshidratación severa.

No podemos olvidar la agonía mental y espiritual. Jesús fue abandonado por muchos de sus seguidores, humillado públicamente y sometido a burlas crueles. La sensación de abandono y la conciencia de su sufrimiento inminente debieron añadir una capa adicional de tormento a su experiencia.

Los evangelios mencionan que un soldado romano, para asegurarse de que Jesús estuviera muerto, le atravesó el costado con una lanza. El evangelio de Juan especifica que “al instante salió sangre y agua” (Juan 19:34). Este detalle ha sido objeto de mucha especulación médica. Una posible explicación es que la lanza perforó el pericardio (el saco que rodea el corazón) y el propio corazón. La acumulación de líquido pericárdico (efusión pericárdica) y la sangre podrían explicar la salida de “sangre y agua”. Otra teoría sugiere que la “agua” podría ser líquido pleural, acumulado en la cavidad torácica debido a la insuficiencia cardíaca congestiva y el edema pulmonar, complicaciones posibles de la crucifixión.

El tiempo que una persona tardaba en morir en la cruz variaba considerablemente, dependiendo de factores como la severidad de la flagelación, la constitución física de la víctima, las condiciones climáticas y la habilidad de los soldados para acelerar la muerte (por ejemplo, rompiendo las piernas para impedir que la víctima se impulsara hacia arriba y acelerar la asfixia, una práctica conocida como crurifragium). Los evangelios sugieren que Jesús murió relativamente rápido, en unas seis horas desde que fue crucificado. Esto podría atribuirse a la brutalidad de la flagelación previa y a su estado de agotamiento extremo.

¿Y entonces? ¿De qué falleció Jesucristo? Considerando la brutalidad de la flagelación, el agotamiento extremo, la pérdida masiva de sangre, la dificultad respiratoria progresiva, la deshidratación, la posible fiebre y el inmenso estrés físico y psicológico, la causa final de la muerte de Jesús en la cruz puede comprenderse mejor como un fallo multiorgánico.



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