Por Peter BABEL
15 de julio de 2024Cada cierto tiempo, aparece un alimento que se pone de modas en la dieta, o un hábito que parece encerrar el secreto de la salud eterna, incluso una hierba milagrosa, a la venta en los establecimientos del ramo.
Lo último, lo más “cool”, que diría un pijo progresista, es madrugar. Parece que, si madrugas, el cuerpo funciona mejor, te enfrentas con más ánimos a las tareas laborales y hasta los demás te encuentran más simpático. No sé… Tengo mis dudas. Los pájaros, por ejemplo, llevan madrugando millones de años y no parece que hayan progresado mucho. Antes, cuando se repartía la leche a domicilio, también madrugaban una barbaridad los lecheros, y tampoco parece que los repartidores de leche evolucionaran hacia estadios más confortables.
Creo que los ritmos de cada persona son diferentes, y, en general, la especie humana se divide entre búhos y alondras. El grupo de las alondras es donde se clasifican los madrugadores, gente encantadora, que se levanta temprano e incluso tiene ganas de hablar. Los búhos, en cambio, prefieren acostarse tarde, y observan las luces del día como una molestia para el descanso. Naturalmente los horarios laborales, por ejemplo, obligan a los búhos a levantarse a la hora en que lo hacen las alondras, pero eso no quiere decir que estén felices. Más aún, si en un viaje coincide con un búho evite mantener una conversación con él, o con ella, porque no son partidarios de comunicarse hasta que se han acostumbrad a la insultante claridad del día. Por el contrario, si ha tropezado con una alondra, y nota que él, o ella, muestra un desinterés evidente hacia todo lo que le rodea, es que pasada la medianoche, la cenicienta que tienen dentro les adormece.
En definitiva, nadie está en contra de madrugar. Lo que nos causa dudas es que esa costumbre sea buena para todos, o un hábito que procure felicidad. ¡Con lo escondida y rara que es la felicidad!