Por Luis del Val
7 de marzo de 2024En las situaciones extremas afloran lo peor y lo mejor de nuestra especie. Se convierten en héroes personas que parecían vulgares, y nos asustan y nos asquean la transformación de gentes, que parecían normales, en miserables que se aprovechan de la desgracia y la enfermedad de los demás.
Todavía me golpea la imagen de esos médicos y esos enfermeros, envueltos en bolsas de basura, ante la imprevisión y la carencia de materiales protectores, y, todavía más, la rapidez con que se nos olvidó que más de un centenar de ellos murieron en el combate, seguramente por la falta de un material idóneo. Y, todavía me revuelve el paquete intestinal, aquellos bellacos ciudadanos que le pusieron, en la puerta de la casa de una enfermera, el deseo escrito de que se fuera vivir a otra parte, porque tenían miedo de que su presencia les contagiara a ellos. No me cuesta nada imaginar el estupor de esa mujer, volviendo a su casa, agotada, después de una larga jornada, de 12 o 14 horas, olvidando la fatiga en su lucha para poder salvar alguna vida, y encontrarse con la ingratitud de esos cobardes, amparados en el anonimato.
Por eso mismo, en recuerdo de quienes murieron, de tantas decenas de miles de persona, que ni siquiera pudieron dar el adiós visual a sus hijos, a sus padres o a sus hermanos, me vuelve a funcionar la náusea al desvelarse los detalles de quienes -mientras unos se jugaban la vida, y la perdían, y se convertían en héroes anónimos- otros, como carroñeros impasibles, avariciosos sin alma, y rufianes sin piedad, se dedicaban a alterar el precio de las cosas, estafar, y hacerse un dinero sobre la sangre tibia de miles de muertos diarios.
No se trata de problemas políticos, sino de la ética de una sociedad. Y si permanecemos indiferentes ante este asalto a la misericordia más elemental, mereceremos que los carroñeros, los avariciosos y los bribones, organicen nuestra vida.
