Por Luis del Val
23 de febrero de 2023Tenían doce años y se fueron juntas al balcón, y se subieron a dos sillas. La adolescencia es siempre un balcón incómodo desde el que se contempla la vida, y la vida es una mezcla confusa de ilusiones y de dudas, de miedos y alegrías. Puede que por eso las adolescentes pasan de la risa al llanto con la misma rapidez con que se sube y se baja en una montaña rusa. Pero no era una montaña rusa, y saltaron de su balcón, no para sumergirse en la vida, sino para abrazarse a la muerte. Y una de las hermanas lo consiguió. El colegio al que iban, con la rapidez que no poseen los detectives más duchos y avispados, informaron que no existía acoso escolar, o más bien, el “yo no he sido de los niños pequeños”, pero a cargo de quienes les hemos encomendado que den clases a los niños. Enhorabuena, al colegio, que no tiene culpa de nada, pero yo sí me siento responsable, porque tengo un micrófono, y me olvido de esa lacra que es el acoso escolar, y me destroza el ánimo que una niña de doce años se quite la vida. Tengo una nieta de doce años. Y usted puede que tenga una hija, una hermana, una sobrina, una vecina. Y cada vez que una niña de doce años se suicida, avanzan un poco hacia ello nuestras nietas, nuestras hijas, nuestras sobrinas. Yo les pediría a las escuelas de España que esta mañana, durante una hora, dejen las matemáticas y las gramáticas, y dediquen quince minutos, sólo quince minutos, a explicarles a los alumnos que la vida es un juego, pero un juego de verdad. Que, en la play station, el marcianito que has matado esta noche volverá a estar vivo cuando enciendas la pantalla mañana, pero si eres cómplice de una muerte, si has llevado hasta la desesperación a unas niñas de doce años, y la desesperación le lleva a bajarse en marcha de la vida, no vuelve a moverse al día siguiente y está muerta para siempre.