
Por Pedro Gargantilla, director médico de Medicina Responsable
23 de diciembre de 2025Aunque la inmortalidad humana es, por ahora, una quimera solo reservada a los mitos y la ciencia ficción, existe un tipo de “eternidad” al alcance de todos: la que alcanzamos a través de las bacterias que florecen con nuestro cadáver. Desde que exhalamos el último suspiro millones de microorganismos se activan para dar inicio a uno de los viajes más fascinantes y subestimados de la biología: el reciclaje completo de nuestro cuerpo y la participación en el ciclo eterno de la vida.
Cuando la vida nos abandona se apaga la señal eléctrica que mantenía el orden y la defensa inmunitaria. Es en ese preciso momento cuando el verdadero espectáculo empieza para las bacterias, hongos y otros microorganismos que convivieron silenciosamente con nosotros durante décadas.
El intestino -hogar de la mayor parte de nuestro microbioma- se transforma en el escenario central. Las bacterias que, en vida, nos ayudaron a digerir la comida y protegernos de enfermedades toman la iniciativa y comienzan a descomponer nuestros tejidos desde adentro hacia afuera.
En las primeras horas después de la muerte el oxígeno en las células se agota, y las bacterias anaerobias –expertas en sobrevivir con muy poco oxígeno– se convierten en protagonistas. Estas pequeñas obreras producen gases y compuestos malolientes que inflan el cuerpo y dan inicio al proceso tan conocido de la putrefacción. Los tejidos se transforman y nuestro cadáver empieza a compartir nutrientes con el suelo: ese intercambio es clave para el ecosistema que se genera entorno a los restos humanos.
A medida que las bacterias descomponen el cuerpo inundan el suelo circundante con aminoácidos, azúcares y otros compuestos. Las plantas y microorganismos de la zona aprovechan la explosión de materia orgánica, modificando la vegetación y el entorno de forma visible: árboles y arbustos pueden cambiar, convirtiéndose en centinelas verdes que guardan memoria de cada individuo enterrado.
Si la muerte tuviera banda sonora sería, sin duda, una sinfonía bacteriana. Lo que parece el fin es en realidad el motor del renacimiento ecológico. Los seres humanos morimos, pero las bacterias que nos acompañan y otras nuevas migran hacia nuestros cuerpos, perpetuando la vida de formas insospechadas. El necrobioma –conjunto de microbios que trabajan sobre cadáveres– transforma la carne, los huesos y los fluidos en material aprovechable para cientos de organismos.
La descomposición progresa en etapas: primero es cromática (cambios de color en la piel), después enfisematosa (hinchazón por gases), colicuativa (licuefacción de los tejidos) y, finalmente, esqueletización. En cada paso diferentes bacterias asumen el control del proceso. Al final, solo permanecen los huesos, marcados por la historia química de los microbios que los rodearon y manipularon.
La magia de la vida bacteriana en la muerte no termina en el suelo. Elementos químicos procesados por nuestro necrobioma regresan al ciclo vital, nutriendo plantas, insectos y animales, que a su vez perpetúan cadenas ecológicas más amplias. En este sentido, cada individuo, tras morir, contribuye literalmente a la creación de nuevos seres, permitiendo que la vida sobre la Tierra subsista generación tras generación.
Las bacterias que nos sobreviven pueden, en algunos casos, resistir durante años. Algunas especies son tan robustas que han desarrollado estrategias para sobrevivir en condiciones extremas, constituyendo una reserva genética y bioquímica inscrita en el entorno. Si la inmortalidad es persistencia más allá del final, entonces las bacterias son nuestras herederas invisibles: mantienen nuestro recuerdo en la química del paisaje, el ciclo de nutrientes y la biodiversidad.
Así alcanzamos la inmortalidad ecológica: nos convertimos en vida para otros, en alimento para comunidades enteras de bacterias creativas, que nos ayudan a “persistir” en cada brizna de hierba, cada insecto y cada vergel.
El verdadero secreto de la eternidad está vivo, y se esconde en lo más pequeño: en el poder de las bacterias para convertir el fin en un nuevo comienzo.