Por Juan García
27 de enero de 2025El abordaje de la obesidad ha cambiado sustancialmente en los últimos años. La llegada de fármacos para tratarla y la revisión de los criterios para su diagnóstico y tratamiento han supuesto una revolución que ha acelerado la transformación de cómo se entiende esta enfermedad. O, más bien, como sostienen desde la Sociedad Española de Obesidad (SEEDO), enfermedades, porque la evidencia científica apunta a la necesidad de distinguir entre varios tipos y perfiles de pacientes, en función del origen de la patología y el perfil del paciente.
La definición común que engloba a este “grupo de enfermedades heterogéneas” es la acumulación irregular de tejido adiposo, es decir, de grasa, que lleva aparejada una alteración del sistema de apetito. La forma en que esta grasa se reparte en el cuerpo y la función que realiza es determinante para poder hacer un correcto diagnóstico, por lo que es imprescindible incorporar nuevas herramientas de detección que midan más allá de la simple relación entre peso y altura. Esto es lo que se había hecho tradicionalmente al tomar el índice de masa corporal (IMC) como estándar de referencia para diagnosticarla, algo que ha sido descartado por un reciente consenso de organizaciones médicas que publicó la revista The Lancet. Una postura que comparten desde la SEEDO, aunque discrepan en la nueva clasificación propuesta por esta publicación al introducir el concepto de “obesidad preclínica”. Desde esta asociación consideran la obesidad como una enfermedad “en todas sus etapas”, sin descartar su abordaje terapéutico en esta fase inicial.
En respuesta a este nuevo paradigma, la asociación ha elaborado un decálogo en el que defienden la necesidad de entenderla como una enfermedad compleja y multifactorial, que requiere de un abordaje integral y una visión libre de prejuicios y estigmas.
La clásica categorización que ofrecía el IMC como medida de referencia de la obesidad aportaba compartimentos estancos que no hacían una medición precisa, algo que se demuestra con dos ejemplos prácticos: dos pacientes de 105 kilos y 1,84 de altura; uno de ellos tiene una composición corporal de un 20% de músculo y 35% de grasa, mientras que el otro tiene un 5% de grasa y un 70% de masa muscular. En este caso es evidente que el segundo perfil no es el de un paciente obeso, aunque, según los parámetros del IMC, encajaría en este diagnóstico. Para seguir usando este índice, desde la SEEDO abogan por complementarlo con la medición de la circunferencia de cintura (CC) o el cociente cintura-estatura.
La composición corporal y otros parámetros como la fuerza o la reacción del cuerpo al esfuerzo físico son fundamentales para saber si nos encontramos ante un paciente de este tipo. Teniendo esto en cuenta, hay una serie de pruebas que pueden ayudar a hacer un diagnóstico preciso, como la impedancia eléctrica, la ecografía nutricional, la resonancia magnética o la densitometría de composición corporal.
En la aparición de la obesidad intervienen factores sociales, genéticos o de composición de la microbiota, entre otros. “La dieta es solo uno de ellos”, defiende la doctora especialista en obesidad en el Hospital Vall D’Hebron, Andrea Cuidin, por lo que es necesario alejarse de visiones estigmatizantes sobre la comida y la culpabilización del paciente, algo que termina haciéndolos más reticentes a pedir ayuda profesional.
El diagnóstico en profundidad permite hacer distinción entre varios fenotipos de pacientes con obesidad, diferenciando entre cuatro tipos principales, que apunta la doctora Cuidin: el cerebro hambriento (quien no tiene saciedad o le dura poco), el intestino hambriento (quienes experimentan una absorción acelerada de nutrientes), el que quema poco (metabolismo basal muy bajo) y el comedor emocional.
Una de las principales concepciones que consideran necesario eliminar es la de que con dieta y ejercicio la enfermedad es suficiente y que depende exclusivamente de la fuerza de voluntad del paciente. En realidad, como explica la doctora en fisiología y nutrición Anabel Crujieras, “el problema del tejido adiposo viene por un desequilibrio en el gasto energético”. Algo que afecta directamente a cómo funciona el cerebro sobre el apetito, provocando variación en la respuesta a las dietas en incluso los fármacos. “Hay variación en la respuesta a los fármacos para perder peso, habiendo quienes incluso tras esa pérdida vuelven a ganarlo. La heterogeneidad viene por factores genéticos, con más de 600 genes asociados a la obesidad”, ilustra la doctora Crujieras.
Otro factor que tiene una importancia influencia es el ambiente en el que se desarrolla el paciente en la infancia. De esta forma, la doctora Cuidan explica que “los circuitos neuronales de los niños se forman de forma distinta sobre la comida si en la familia hay obesidad, tal como se construyen estos circuitos en la infancia, en la adolescencia permanecen igual”. Es por esto que la regulación del apetito tiene una importante relación en cómo funciona el cerebro y no se puede cambiar a la ligera.
El simple hecho, tan cotidianizado por muchos padres, de dar una chocolatina a los niños influye en sus circuitos de recompensa, haciendo que de adultos tengan una “necesidad mayor de la dopamina que proporcionan esos azúcares”.
La clave del éxito de los agonistas del péptito GLP-1 para el tratamiento de la obesidad está precisamente en esa regulación del apetito. Wegoby y Mounjaro han llegado al mercado como un éxito de ventas por los notables efectos para pérdida de peso que producen y su desarrollo durante los próximos años con la incorporación de otros péptidos para combatir el “hambre emocional”, señala el endocrinólogo Cristóbal Morales.