Dejar de fumar

Dejé de fumar por soberbia. Confieso que no se debió a razonables recomendaciones médicas, o a una prudente reflexión, sino porque en un coloquio sobre las drogas, yo estaba en contra de su legalización, y mi oponente me preguntó si fumaba, tuve que confesar que sí y, entonces, argumentó que estaba consumiendo una droga legal. Salí humillado del plató, y me dije que nadie me volvería a decir eso. Fue en el siglo pasado, y quiero mostrar el reconocimiento a mi hábil interlocutor, porque gracias a él me libré de tener que llevar, en verano, el paquete de tabaco dentro de los calcetines, y dejé la esclavitud de la dependencia, y, sobre todo, mejoró mi salud. 

Pertenezco a una generación que empezó a fumar, porque encendiendo un cigarrillo pasabas de chico a adulto en un momento, con la misma facilidad con que ahora una ministra dice que se puede pasar de hombre a mujer, simplemente con decirlo. Luego, cuando ya eres adulto ni te das cuenta de que estás enganchado, entre otras circunstancia, porque estaba tan normalizado que los raros eran los que no fumaban. Visto desde ahora es, algo así, como si en una sociedad de borrachos, los abstemios fueran observados como persona de comportamiento extraño. 

Todavía quedan en España 8 millones de personas que fuman a diario. Más que las prohibiciones lo que cambia las costumbres sociales es su valoración. Ahora, el fumador- es observado como un inconveniente. En los años 80, en Estados Unidos -y perdón por el matiz ofensivamente discriminatorio de la frase- se decía que ya sólo fumaban las mujeres y los negros. Vuelvo a pedir perdón, pero esa frase discriminatoria nos ilumina sobre el cambio de valoración social. En las películas en blanco y negro, los únicos que no fumaban eran los niños y los perros. Ahora, si ves en una película a alguien fumando, es que es el malo de la película. Fui fumador. Y no es fácil dejarlo. Pero merece la pena. 

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