Por Clara Arrabal
16 de junio de 2025Érase una vez un bebé prematuro que nació en Camerún. 500 gramos de peso y, ante él, la vida le brindaba únicamente una manta de aluminio para taparse, una caja de zapatos como cobijo y un pequeño radiador para poder sobrevivir. Los médicos de la zona enseguida decidieron qué hacer con el pequeño: cubrirle con una sábana blanca y esperar a que falleciera, pues no contaban con los recursos suficientes para salvarse. Sin embargo, pronto se hizo el milagro: ese día llegó a su hospital la iniciativa de Pablo Sánchez Bergasa, un ingeniero industrial que ha dedicado los últimos ocho años de su vida a fabricar incubadoras de bajo coste para países desfavorecidos.
"Me crucé con este proyecto solidario de casualidad y, sin tener ni idea de qué estábamos haciendo, creamos una incubadora que pudiera trasportarse a los países necesitados. Una de cuesta 35.000 euros en cualquier hospital español, y las nuestras valen 350. No son tan modernas, pero tienen lo básico para sobrevivir”, explica a Medicina Responsable.
Hasta la fecha, Pablo Sánchez calcula que han pasado por sus incubadoras 4.000 bebés de 30 países, pero no se da por satisfecho: quiere que el proyecto siga creciendo. “Cuando nos dieron el Premio Princesa de Girona 2025, hace tres meses, comprendimos que queríamos hacer algo más grande”, añade. Y en esas están ahora.
Cuando supo que un grupo de ingenieros estaban trabajando para salvar a los más vulnerables con la creación de incubadoras, Pablo Sánchez no dudó en sumarse a la iniciativa. “Enseguida me comprometí con el proyecto, pero, a las pocas semanas de colaborar, todos lo dejaron y el equipo se disolvió”, explica. El ingeniero que lo lideraba fue padre, otros viajaron a Estados Unidos, y, al final, él acabó tomando las riendas. “No sabía nada de incubadoras y tampoco contaba con muchos medios, pero me sentí llamado a intentar algo. Estuve tres años diseñando en mi tiempo libre un prototipo y partí de cero varias veces hasta conseguir lo que tenemos ahora”, argumenta.
Una vez tuvo su incubadora diseñada, se preguntó: “¿Y quién la fabricará?”. La solución fue sencilla: enmarcó su construcción en un proyecto educativo de grupos de Formación Profesional de Salesianos y fundó la ONG Medicina Abierta al Mundo, que sería “el músculo del proyecto”. “También busqué unos pies fuertes que sostuvieran la iniciativa”, añade, por lo que contactó con otra ONG para que transportase las incubadoras a los países necesitados.
Solo faltaba encontrar un hospital que quisiera probarlas. “Pronto supimos de un centro en Camerún que tenía a los prematuros envueltos en papel de plata”, apunta. Así que no se lo pensaron: mandaron la primera incubadora allí. “Cuando estaban montándola nació un pequeño de 500 gramos, que es el límite entre la vida y la muerte incluso en España, y, como le iban a dejar morir, probaron a meterle. Al mes y medio, recibí una foto del pequeño sano. Había sobrevivido gracias al proyecto”, explica.
Las incubadoras diseñadas por Pablo Sánchez son plegables y se pueden llevar en maletas, por lo que “de hoy para mañana puedes tener una de estas donde tú quieras, y ese es un diferencial muy grande porque las convencionales son muy difíciles de trasportar”, además de muy caras.
Cabe destacar también que están hechas con materiales sencillos, “pero mantienen lo esencial”, que es aportar calor al bebé y darle fototerapia. De hecho, Pablo Sánchez definiría su incubadora como “una caja que regula la temperatura mediante unos leds que cuestan cinco euros y tratan la ictericia”, una enfermedad común en bebés. “La labor de la incubadora es simular un vientre materno, y eso es fácil de conseguir y muy barato”, comenta.
Las incubadoras tienen conexión a Internet para disponer de relación directa con el país en el que se encuentra el pequeño y “ayudar a los cuidadores desde España”. Además, se calcula que han usado las incubadoras entre 3.000 y 4.000 bebés prematuros. “En los últimos cinco años hemos hecho 220 incubadoras que están repartidas en más de 30 países”, añade.
Hasta ahora, Pablo Sánchez ha viajado a Sierra Leona, Camerún, Senegal, Cabo Verde y Ucrania para repartir incubadoras y entender las necesidades individuales de cada país. “Es importante comprender, no solo la falta de recursos, también la cultura. Uno de sus grandes problemas es que el 70% del material médico donado a África no se usa porque no saben cómo, llega roto o se estropea y no pueden arreglarlo... Entendiendo qué necesitan y cómo se manejan, intentamos hacer algo que se acerque a ellos. Por eso nuestras incubadoras tienen Internet, para estar conectados con ellos”, explica.
Hace tres meses, cuando el proyecto recibió el Premio Princesa de Girona Social 2025, su creador se paró a pensar: “Si las horas invertidas en esto han sido vidas, ¿por qué no dedicar todas nuestras horas?”. Entonces, dejó su trabajo para dedicarse en cuerpo y alma al proyecto. “Desde hace tres meses no tengo salario, pero ya estamos viendo cómo hacer el proyecto sostenible, garantizando que el dinero de todo aquel que quiera colaborar vaya destinado al completo a las incubadoras”, explica.
Como reflexión final, reconoce que “han sido ocho años de mucho compromiso con este proyecto”. Sin embargo, todo el esfuerzo es recompensado con las historias de los niños que han sobrevivido. “¿Y si tuvieras que elegir una?”, le preguntamos. “Cuando conocí al primer bebé que se salvó. Su madre vino a darme las gracias desde el barrio más pobre de la zona. Vivía entre cuatro hojalatas, pero apareció con sus mejores galas, como si fuera a asistir al momento más bonito de su vida”, recuerda. “¿Y tú no tienes hijos todavía? ¡Pero si es lo más bonito que me ha pasado nunca!”, le dijo esta mujer.