Por Luis del Val
8 de abril de 2022Hay cosas que se aprecian cuando se pierden, como la libertad o la salud. O respirar regularmente. Nadie le concede importancia al hecho de respirar, y lo consideramos algo tan cotidiano y corriente, como vulgar, pero no hay nada más angustioso que notar la falta de aire, la sensación de ahogo, la angustia de parecerte a ese pescado que acaban de sacar del agua.
No apreciamos la salud mientras la disfrutamos, como, a veces, no apreciamos esa persona que está a nuestro lado hasta que desaparece. Creemos que la salud es la normalidad, pero la normalidad solo es cierta cuando estás dentro de la estadística mayoritaria. Y, a lo largo de la vida, en muchas ocasiones, esa normalidad pasa a otra normalidad mucho más molesta e incluso dolorosa: la enfermedad.
Nadie quiere estar enfermo, ni desea contraer un cáncer o acatarrarse, llegar a tener un riñón inservible o unos pulmones que nos impidan subir con comodidad unas escaleras. Pero si eso es cierto también lo es que, en bastantes ocasiones, descuidamos nuestra salud a través de la alimentación, de los excesos de comida o de su defecto, de la inhalación de tabaco en combustión, de excesos que conocemos, como pueden ser desde los baños de sol hasta una vida tan sedentaria que caminar de casa hasta el aparcamiento nos puede parecer una incómoda excursión. No siempre, pero casi todos perjudicamos a nuestra propia salud, creyendo que el cuerpo lo aguanta todo. Pero el cuerpo no es de aluminio anodizado, sino un conjunto maravillosamente complejo cuyo cuidado es de nuestra responsabilidad. Como el automóvil. Y cuando el automóvil se estropea lo llevamos al taller. Y cuando es nuestro cuerpo acudimos al médico. Pero reconozcamos que existen los malos conductores de su propio cuerpo. Y con un cuerpo enfermo es muy difícil disfrutar del prodigio de de vivir.