Día de la madre

Casi todas las personas, en casi todos los idiomas, cuando se encuentran ante una situación complicada suelen soltar una exclamación que, o bien es una referencia a su Dios, o a su madre. “¡Dios mío!” y “¡Madre mía!” son las dos jaculatorias que hablan del reconocimiento de nuestra fragilidad y de la necesidad de amparo. Acordarse de la madre es casi más común, porque no les repugna a los ateos, y aun los creyentes, ante el peligro inminente, reconocen la efectividad de la madre en muchas, muchísimas experiencias anteriores de su vida. La madre está relacionada con la salud del hijo desde su nacimiento. Y, aunque, cierta falsa igualdad política pretende que no existen diferencias entre la paternidad y la maternidad, existen y son más que evidentes. Recuerdo, cuando nació mi primera hija que, de repente, mi mujer se levantaba de la cama y se marchaba a la habitación de la niña. Yo, somnoliento, le preguntaba estúpidamente que qué sucedía, porque ni el carraspeo, ni el llanto de mi hija lograban despertarme, mientras su madre parecía intuir cualquier irregularidad en la respiración del ser vivo que estaba en la habitación de al lado. La madre es la mejor colaboradora de nuestra salud a lo largo de toda la etapa infantil y, aun en la pubertad y adolescencia, es la más intuitiva para detectar problemas de relación, inconvenientes escolares, o esa insatisfacción existencial que todos hemos experimentado antes de la mayoría de edad… e incluso mucho después. Lo que sucede es que cuando ya tenemos cierta edad ya ni vivimos en la cercanía de nuestra madre, pero quién sabe si una conversación con ella no nos ayudaría mucho más que la consulta con el psiquiatra. El día de la Madre debería ser también el día de la Salud del niño, porque sin pasar por la universidad, fue la centinela de nuestro cuerpo y de nuestra mente, durante muchos años.