Frío y calor de obligado cumplimiento

Desconozco cuál es el comité de expertos que ha estudiado con atención y profundidad que el aire acondicionado no debe bajar de 27 grados y, en invierno, la calefacción no pueda superar los 19 grados. A lo peor, no existen los expertos. O son tan modestos que no quieren salir a la luz.
Estoy de acuerdo que debemos ahorrar energía, pero desconfío de las sensibilidades sobrevenidas y repentinas. Por ejemplo: pasearse en invierno por las ciudades de España es constatar la enorme barbaridad de que estufas de gas y lámparas de rayos infrarrojos se enciendan en la calle para que los clientes, con el abrigo puesto, se puedan tomar una cerveza fría, pero sin pasar demasiado frío. Y a nadie le ha llamado la atención, ni a la cofradía de ecologistas, ni a la ministra de Transición, que debería estar transida de dolor al constatar este derroche de producir calor al aire libre.

Lo ves lógico, en esos crudos días de invierno, cuando peones y albañiles hacen una fogata en la obra para desentumecerse las manos del intenso frío, pero es un insulto a la inteligencia poner calefacción en la calle para tomar, con la bufanda puesta, un vino blanco a 5 grados de temperatura.
Casi todos los gobiernos, entre convencer y prohibir opta por lo segundo, porque es más rápido y más cómodo. De momento. Porque las prohibiciones pueden ser discutibles e incluso contrarias a la libertad que ampara la Constitución. Y, todavía más, el inmenso error de considerar la diversa España como algo uniforme e igual. Es decir, que nuestros gobernantes están convencidos de que en Alicante la temperatura es exactamente igual que en Soria, y en Córdoba el calor que se pasa es idéntico al de Vitoria. Imaginarnos al inspector de temperaturas, entrar en un restaurante, termómetro en mano, y multar al propietario porque el aire acondicionado está a 25 grados parece algo más próximo al esperpento teatral que a la salud y a la ecología.