Por Luis del Val
20 de julio de 2022Tengo experiencia de haber vivido en vacaciones de verano y de Navidad en un pueblo agrícola, y tengo memoria de mis tíos, al atardecer, cuando volvían de lo que denominamos -con generalidad abstracta- campos, verlos con una carga de leña o de simples aliagas para alimentar el lar que calentaba la casa y servía para hacer la comida.
Las ovejas, por otra parte, ramoneaban cualquier hierba al alcance de sus húmedos hocicos, y eso representaba una poda y limpieza natural del monte. La electricidad y el gas, por fortuna, llegaron a los medios rurales, y las cazuelas ya no se llenaban de hollín, y había agua corriente, mientras el monte se volvía agreste, salvaje, y las ramas secas iban formando un depósito de leña que sirve para alimentar los incendios.
La culpa es de todos. De los gobiernos estatales, de los ecologistas de salón que predican y no hacen nada, y de las autonomías, que se dedicaron a poner fronteras en los bosques, como si un pino de Huesca fuera distinto de otro pino de Lérida, o como si un castaño de Cantabria fuera diferente de un castaño de Vizcaya, que, según creen los tontos contemporáneos dedicados al nacionalismo, a lo mejor habla euskera perfectamente.
Esta desertización de España afecta grave mente a nuestra salud y constituye un problema de primer grado, que habrá que atajar: con brigadas voluntarias, con colaboración ciudadana o cayendo en la cuenta de que tenemos casi tres millones de parados, pero no hay nadie que recolecte la fresa o eche una mano en los bosques, convertidos cada verano en hogueras mortales. Porque muere gente. Y se intoxican, y España se va a convertir, verano a verano, en un paisaje lunar. Gracias a nuestra desidia, nuestra desgana y nuestra irresponsabilidad.